Bogotá y su manía de quemar el transporte público

Posted on marzo 12, 2012 por

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Por Beatriz Botero, “Oruga”

Hace años, cuando le pregunté a mi abuela qué pasó el viernes 9 de abril de 1948, me contestó que quemaron el tranvía de Bogotá.

El pasado viernes 9 de marzo del 2012 se tiraron (¿quiénes?) las estaciones de Transmilenio que pasan por la Caracas. Fue mi abuela la que me llamó a que prendiera la televisión para que viera lo que estaba pasando. No le contesté, estaba en cine. Total, yo vivo por la séptima y no uso Transmilenio. (¿A mí qué?)

El Tranvía, inaugurado en 1892, sí cogía toda la séptima hasta Chapinero. A lo mejor, si no lo hubiesen quemado lo habrían expandido y hubiese llegado hasta la 170 o algo así y entonces yo podría montar en tranvía para ir a la Universidad. Lástima que lo quemaron. Obviamente, no lo volvieron a construir. La quema fue una excusa para no seguir con él y, en 1951, lo acabaron del todo: echaron asfalto sobre los rieles y, supongo, sembraron la primer semilla para la sagrada institución Germania – Javeriana – Toberín que me transporta todos los días.

Montar en bus es una aventura. Me encanta – de verdad.

Me encanta que, apenas yo estiro el brazo y le hago signos de que ¡por favor, voy tarde y tengo clase de 7!, el conductor del bus verde atraviesa los tres carriles de la séptima en diagonal y hace que cinco carros frenen en seco porque, si no, los aplasta.

Me parece lo máximo que el conductor me haga señas de que está repleto, pero que si me monto por detrás a lo mejor quepo si él no cierra la puerta. Arrancamos cruzando en otra diagonal hacia la izquierda (porque la derecha, por definición, es más lenta) con mi morral azul al aire de las seis de la mañana y yo bien cogidita, porque soy súper torpe, pero aquí no puedo darme el lujo de caerme. El bus despide una humareda negra bastante sospechosa y dibuja en el cielo su recorrido, como un tren de caricatura.

Eventualmente alguien se baja, puedo subirme de verdad, saco el billete de 2000 y – ojo – se lo entrego a alguien que esté en el pasillo. Mi feliz billete va de mano en mano, por todo el bus, hasta la caja. El conductor se paga los 1450, pone en el buzoncito ese los 550 de cambio (obviamente todas son monedas de 100) y mis vueltas viajan de mano en mano hacia mí, que ya estoy un poco más acomodada porque una señora, muy amable, ofreció cargarme el morral. Voy feliz escuchando música con mi iPod y, a pesar de que procuro no sacarlo, nadie, nunca jamás, ha tratado de quitármelo.

Como, además de súper torpe, soy bajita, a pesar de que trato de agarrarme bien de una silla o de las barras, suelo bambolearme como nadie cada que el bus frena o gira duro – que no es nada a menudo, no – y me da pena pegarle a todo el mundo, pisarlos, etc. A un amigo, con el que me encuentro caminando a la séptima, le decía una vez que para mí era como jugar Twister mientras montaba en un carro de Crash, esos carritos de carreras del juego de play. Pero nadie me regaña, al contrario, me sostienen el morral o me dejan sentarme cuando alguien se para. Todos vamos juntos en las mismas, el señor de corbata, el muchacho que va para el colegio militar como de la calle 50, la señora que trabaja en algún apartamento en Rosales, el que va para las obras de la 60 y los estudiantes como yo. Vamos juntos en ese viaje.

Por eso me gusta montar en bus, porque siento que “vamos juntos” y, como vamos juntos, no me roban mis 550 pesos, ni nos miramos distinto por cómo vamos vestidos. También me gusta, lo reconozco, porque sé que no es mi única opción. Los fines de semana me muevo en el carro de mis papás y, alguno que otro día, un amigo me recoge entre semana. Si estoy muy cansada, mi papá me recoge cuando sale del trabajo y no tengo que devolverme en bus.

Pero, en fin, el bus se va desocupando de gente que va a trabajar – se bajan muchos en la 100, en la 72 y más adelante en el Centro Internacional, a la altura del Tequendama – y se va llenando de “pelaos” como yo. Por tarde, cojo asiento en la 45 cuando se bajan todos los que van para la Javeriana, la Gran Colombia o la Piloto. Abro la ventana porque el calor es infernal y ahí me distraigo mirando hacia fuera hasta que llegue mi parada, donde el bus queda prácticamente vacío y el conductor se parquea, compra un salpicón y le pide una copia de ADN al man de la esquina. Ahí mismo arranca: tiene que llegar al otro extremo de la séptima rápido para alcanzar a recoger a la otra gente que entra a trabajar/clase como a las 8:30 o 9.

Porque obviamente el señor – que es un animal manejando – casi nunca tiene un contrato, un sueldo fijo, alguien que le diga a qué hora salir y a qué hora no. Por eso va como alma endiablada haciendo zigzag por la séptima, en plena guerra del centavo poniendo en riesgo la vida de todos los pasajeros. Por eso tiene al hijo de siete años de asistente para que sea el que dé las vueltas – practicará matemáticas – y él pueda estar alerta pescando pasajeros. Tampoco creo que pare muy seguido a lavar el bus ni la cojinería – al menos no se nota.

Transmilenio es un esfuerzo – a lo mejor incompleto, insuficiente, incómodo y caro – por dignificar algo tan básico como el transporte público; porque la gente tenga el derecho (tangible, no en papel, como tantos en este país) a montarse en buses seguros y medianamente limpios, a esperar el bus en una estación con techo cuando llueve, a estar seguro de que el conductor tiene pase, a tener la certeza de que las probabilidades de que lo atraquen a uno adentro sean pocas (lo del ratero de bolsillo si no hay nada que hacer, pero pasa “hasta en los mejores países”). Porque a mi, así como me encanta montar en bus en horas pico, no me gusta nada cuando va vacío: no hay un “vamos juntos” que me proteja, sólo un monstruo de latón donde cualquier cosa puede pasar.

Pero nuestra reacción es medio cavernícola y nada que ver con esa “dignidad” de la que hablaba en el párrafo de arriba. Nos parece súper chévere ser rudos e indiferentes y andar por ahí rompiendo vidrios y saqueando cajas fuertes y mostrando (me partiría el alma escribir demostrando) que en este país sólo hay un “vamos juntos” a las 6 de la mañana cuando se trata de cuidar un billete de 2000. De resto, nada, no es conmigo, nunca es conmigo. Aquí es la ley del más vivo, del más fuerte, del más pendejo. Va quién sabe quién y rompe todo y los que quedan en la nada son los usuarios de menos recursos que no pueden pagar taxi ni tienen carro ni un papá que los recoja cuando salga del trabajo. (Además, con lo rápidos que somos con las arreglos en esta ciudad, a lo mejor es a mis hijos a quienes les toca volver a ver el TM de la Caracas)

Quién sabe cuál es la lógica detrás de todo… Que donde hubo fuego cenizas quedan y salga de las cenizas volando un Fénix precioso, todo perfecto. Rezarán los titulares: ¡el metro de París aparecido en Bogotá! Todo porque ellos fueron brillantes y nos mostraron – pero ya sabíamos – que saben romper vidrios. Se olvida que, como en las torres de naipes, destruir sólo requiere un soplo, pero armarlas es un ejercicio que demanda toda la energía y concentración del mundo. Y tiempo y paciencia…

Pero cómo van a saberlo. Mi abuela se lamenta, hasta el día de hoy, de que quemasen el Tranvía cuando ella tenía poco más que mi edad. Acá rara vez se construye algo.

Fotografía principal: (cc)Beto Durán. Fotografía Tranvía: Tomada de aquí.